Crónicas urbanas sobre el coronavirus: un día de furia, adentro y afuera

La periodista de nuestro diario descubre que, aún sin haber salido a la calle, vivió la misma sensación de caos.

Crónicas urbanas sobre el coronavirus: un día de furia, adentro y afuera
Crónicas urbanas sobre el coronavirus: un día de furia, adentro y afuera

Mendoza. 3 de abril. Día 15 de aislamiento D.V.

Hoy me desperté rara. Rara, en estas condiciones en que estoy viviendo, es eso: fuera de mí, hipersensible, corrida de eje.

Cuando bajé para hacerme el café, y chequear los diarios, me topé con la muerte de Juan Giménez. "El virus se sigue llevando a los buenos: Ellis Marsalis, Adam Schlesinger, Bucky Pizzarelli, Wallace Roney, Manu Dibango", pienso. No arranco bien el día, no.

La cabeza estalla de pensamientos, hacia adentro y hacia afuera. La sensibilidad, horrizada. Ecuador es la puerta de mi casa y ahí están tirando muertos. Los queman en la calle, se pudren en las morgues. A distancia. No puedo soportar tanta soledad en la partida.

Hoy se amotinaron los jubilados y los pobres en las puertas de los bancos del país. "Tienen razón. Los bancos no son solidarios y el virus no los dice a cada rato: sin el otro, vos no sos viable. El banco no es viable así", pensé.

La cabeza me estalla de pensamientos. Y los que se van son los buenos como Giménez. Otros, los que no nos quieren, los que no quieren a nadie, siguen yendo por la suya; hasta en la cuarentena. "El virus iguala en algunas cosas y te deja expuesto, muy, en otras. Atajate", sigo pensando.

Para ponerle otra cara a la vida en pandemia, al encierro de días iguales -¿cuán creativo se puede ser?-, a la ruedita de hamster girando sin noción de tiempo ni espacio, corto con música; de los que murieron por el bicho y de otros también.

El cuerpo, que no sabe de intelectualismos, se mueve. Estoy en la máquina escribiendo y el ritmo puede más. Me paro entonces, cierro los ojos. Estoy en una fiesta llena de luces, de cuerpos que se rozan mientras bailan. Y ahí, yo: ensayando pasos, jugando con las miradas, dejando que la piel se erice de gusto.

Suena "Soul Makossa" de Dibango y pasa después a "Baia" de una angoleña-portuguesa, que he descubierto en las búsquedas erráticas del tiempo incierto: Pongo. La piba es un flash.

El trance se termina como sucede con todos: golpazo de la realidad. Claro que en tiempos de virus las tragedias de los aislados se expresan en nimiedades. Esta es una: se acabó la leche -para un celíaco no es menor el dato- y no tengo plata para comprar.

Tendría que ir a un cajero, pero los jubilados y los pobres en sublevada mansedumbre me inspiran respeto. Sumar alguien más al descalabro no parece la mejor opción. No habrá leche. En estos días me he ido despojando y así sigue.

“El virus nos aísla e individualiza. No genera ningún sentimiento colectivo fuerte". Es la voz del filósofo surcoreano que me viene metiendo más miedo que la pandemia por estos días.

"Mentira -le digo con bronca-. No ir al cajero cuando otros precisan más es un acto solidario". Ínfimo, sí, como todos los gestos de esta pandemia; pero vale. Yo me quedo en casa, eso también vale.

No encuentro muchos más argumentos para rebatir al filosofo, ahora no. Hoy, no. Así que lo saco de mi mente, lo guardo en la porción de cerebro que alberga la amenaza a punto de saltar en cualquier momento.

Sigo con la música pero ya no bailo, sino que trabajo; otra forma de bailar mucho menos excitante.

Mientras, el tiempo corre. Ya me es difícil sin el auxilio del informativo, o el reloj del teléfono, saber exactamente la fecha, la hora. El tiempo corre; y el que se va, no vuelve. Solo sé eso. Es suficiente. Me dan ganas de llorar.

Para evitar el puchero y empezar la edición sobre la nota de Giménez -claro, en la edición de mañana hablamos de él- voy por el mate.

Me choco en la cocina con uno de mis hijos y caigo en la cuenta de que en este día casi no hemos hablado. Los tres nos hemos ido ensimismando a medida que el tiempo se va.

"No podemos buscar la revolución en el virus. El aislamiento a distancia no construye solidaridad", salta la voz imaginaria del filósofo pesimista. Se escapa de la prisión que decidí imponerle por este día. Lo odio. A estas alturas ya se sabe: el virus es invisible, el enemigo está agazapado en cualquier parte o rincón- Hoy, aquí, es en mi cerebro.

Veo en la tv una viejita con barbijo y guantes. Está llorando mientras habla. Cuenta que estuvo desde las 4 de la mañana, que la echaron, que el sol y las horas de pie...

Me dan ganas de llorar de nuevo. ¡Qué día fatal! Otro descubrimiento trae el virus: aún en el encierro, el padecimiento es colectivo. Lo que le pasa a la viejita en el medio de la calle de Buenos Aires, me pasa a mí en la silla de mi casa de Mendoza. El día lo vivimos igual. Sociedad hiperconectada. Sociedad global. Sociedad amenazada, completa, junta.

Apago todo: quiero quedarme a solas un rato. Abro "La luz negra" de Sofía Gainza y me pongo a leer. Estoy sola, me fui a otro mundo: aquel de la protagonista del libro en el que el virus todavía no exístía. Necesito amor.

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