Crónicas urbanas sobre el coronavirus: somos pura imagen

Nuestra periodista cae en la cuenta que hace más de un mes que no habla con alguien cara a cara. ¿Qué cambios traerá esto?

Crónicas urbanas sobre el coronavirus: somos pura imagen
Crónicas urbanas sobre el coronavirus: somos pura imagen

Mendoza 24 de abril. Día 36 de aislamiento D.V.

Salir de eje. Volver al eje. Inventar en la nada continua un contenido de peso. Volver el sin sentido una razón. Operaciones cotidianas que hemos inventado hasta asfixiarnos cada día. Ahora ampliadas, revueltas y difusas por el virus que arrasa.

De la furia de ayer quedó solo el regusto que es imposible quitar. Las imágenes de la pandemia atenazando a los débiles no dan respiro.

Solo el corazón muerto de los ricos puede continuar su insólito grito de “libertad”: quieren los shoppings, quieren la fiebre del consumo, para seguir untando sus tostadas con el sudor de nuestra frente.

Mi corazón es burgués pero atento y late rápido, o se ausenta en un vértigo, cuando los presos se amotinan porque la debacle les toca a ellos. Y va en serio.

Así esta mañana desperté en eje. Uno que se ha vuelto provisorio y muta al ritmo del virus de acuerdo a los gestos del afuera. Hoy fueron los pobres, los presos, los viejos. Hace una semana la agitación era el barbijo -me niego a convertirlo en objeto de diseño-, antes las provisiones para la autoexclusión.

Ya desde temprano arranqué en videochat. Ayer estuve casi todo el día en el mismo plan. Cuando terminé hoy una de mis reuniones caí en la cuenta de que los únicos humanos con los que contacto están frente a mí en una pc.

Es verdad que he ido disfrazando la ausencia de cuerpos ajenos con pequeños placeres: un libro, una película, una música o el silencio elegido. Nada de todo esto es excluyente de un otro. Pero no lo hay, no en carne y hueso. “Qué momento tan narcisista, si quisiéramos”, pensé ante la idea de un gran cuerpo sólo mío extendido a otros en sucesivas pantallas.

Volvieron los ricos a mi cabeza. Y los fulminé.

De eso trata el aislamiento. Una situación inédita. La pandemia me regaló una experiencia a partir de la cuál elegir.

Me lo dije con fuerza de ley: “no quiero estar sola, quiero ser falible y única de cara a otros: a una piel con sus huesos. Quiero ser muchos, fundirme en ellos como un cuerpo inteligente para librar los combates que vendrán en la pospandemia”.

Discutía con alguien que socializa en su vecindad cara a cara, hasta sin barbijo. Las vivencias no son las mismas. No se entiende el aislamiento hasta que no cruje en las tripas. A mí hoy me crujieron.

Fue justo cuando terminé uno de esos videochats promediando la tarde. Por primera vez en estos 36 días tomé conciencia plena de que el mundo entre otros ya no será. No como antes. Pero aprendemos rápido. Al ritmo del virus y la fibra óptica.

Entendí que mi cuerpo se volvió intuición y ha encontrado el modo de esbozar caricias electrónicas, roces digitales, ser imagen que confronta o acuerda con otras imágenes.

Soy la representación de mí, casi yo; pero no. Y sí: soy. Lo mismo todos.

Seré actriz, sombra, dibujito animado, monstruo del thriller. Todo eso que antes también me habitaba pero disimulado en la carne. Ahora foto, píxel, pedacito de pantalla con esas formas.

Milagro viral que se expande en todos los dispositivos del planeta, como la fiebre.

“Notable -pensé-. El cambio ha operado en mí tan rápido como el virus. Soy un grupo de píxeles y me muevo así como pez en el agua”.

El razonamiento se encadenó inevitablemente con un artículo que recomiendo en voz alta de la revista Anfibia. Se llama “La pandemia como ‘accidente normal’”.

El aislamiento es un tiempo continuo de encadenamientos mentales moldeados por sensaciones que suben, bajan, se estancan.

Me he vuelto reiterativa, recurrente, olvidadiza, precaria, magnífica, silenciosa, nublada o a luz plena. No me he vuelto: siempre fui. El virus no inventa cosas, las muestra.

Esta vez la operación que usé fue reiterar. Encadené entusiasmada esta idea del cuerpo-no-cuerpo con ese artículo de Anfibia que resume:

“En los últimos cuarenta años vivimos una aceleración técnica inédita que permitió desarrollar un tráfico aéreo intensísimo, avances biotecnológicos e inteligencia artificial. A la par, la densidad de población y las desigualdades sociales crecieron como nunca. La pandemia de coronavirus es consecuencia de la combinación de estos vértigos, dice Flavia Costa: un ‘accidente normal’ de esta era a la que llama Tecnoceno, que tiene entre sus hitos clave el accidente nuclear de Chernóbil, el atentado a las Torres Gemelas y el despliegue por el Y2K. La vida en el planeta está en juego y lo estará por cientos de generaciones. Una política global de control de riesgos mediante la cooperación se vuelve la única política vital, o biopolítica afirmativa, razonable”.

Más eje. Efusiva. Excitada.

Esta vez la operación que usé fue magnificar. Comprendí que el virus es un evento traumático inevitable de un tiempo que ahora sé que se llama Tecnoceno.

Confinada en mi habitación, convertida en píxeles, en este mes y poco más corrí a la velocidad de la luz.

Lo hice por amor, para volverme red cooperativa. Una que contenga a las presas de El Borbollón agitando puertas y rejas para que las dejen ver a su gente y limpiarse el bicho del cuerpo. Una que libre la batalla por el agua pura de nuestra montaña. Una que invente estrategias para que el organismo sano se expanda.

Soy la misma que fui en mis batallas colectivas. Ahora las libro en los chats.

“Pienso, luego existo”. Nunca me pareció más apropiada esta frase tan vieja de Descartes. “Pienso, luego existo. Y me vuelvo parte de una pantalla de mil fragmentos que urden la salida que nos incluya a todos.

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