Crónicas urbanas sobre el coronavirus: la película que nos cuenta ¿lo que fuimos?

Nuestra periodista, en su domingo en el encierro, ve una filme de Ken Loach que la sacude y la hace pensar.

Crónicas urbanas sobre el coronavirus: la película que nos cuenta ¿lo que fuimos?
Crónicas urbanas sobre el coronavirus: la película que nos cuenta ¿lo que fuimos?

Mendoza. 12 de abril. Día 24 de aislamiento D.V.

Hoy es domingo. No es cierta la idea de que estamos viviendo un domingo perpetuo en encierro. Solo basta con reparar en los detalles.

El virus se vale de las minucias para narrarnos en tiempo y espacio, para horadar nuestra paciencia, nuestras certezas, las estructuras y organizaciones privadas y públicas que hemos construido pieza a pieza y minuciosamente.

Las sociedades y los individuos sacudidos por igual.

Nada queda en pie, nada; o todo. Esa perspectiva también depende de las pequeñeces en que se repare. Esas perspectivas son propias del virus.

Hoy es domingo. Soy entonces un cuerpo errante y sin norte: el teletrabajo es un cansancio que quedó atrás y una obligación a futuro.

La definición de cuerpo no es la que conocí hasta ahora. La pandemia trae consigo la suya. No es la carne, los músculos, las vísceras. Es más. Es mi “yo” erizado en la piel, demudado en la palabra, parado en la incertidumbre sin pausa, en las posibilidades infinitas.

Hoy es domingo pero no me desperté tarde. Se sabe que los horarios están desmadrados.

Consulté con mi gente, y preocupada, el asunto del no-sueño. Me dijeron que “es normal”. Normal… ¿qué es hoy la normalidad? Hoy no hay normas, no hay reglas ni recetas: la vacuna es el aislamiento, única máxima salvadora. Hoy hay virus que avanza y no se detiene.

Cocino con ganas. Ese plan de película, viste. Te ponés el vino, el disco “Paixões Diagonais” de Mísia -ya no me gusta tanto como antes ella pero ese fado es hermoso-. Y mientras suena la letra voy canturreando al trozar el pollo, rehogar los pimientos, la salsa de hongos.

Suena la voz de Mísia durante la cocción: “¿De qué hablan la madrugada,/el murmullo de las aceras,/los silencios de licor...?/ ¿De qué habla la nostalgia/ De una estrella esquiva...?/ ¡Hablan de nosotros, amor mío!/ ¿Qué sabrán los callejones/ y la memoria de las ventanas/ Ancladas en el ocaso?/ ¿Qué sabrán los cristales/ de las pasiones diagonales?/ ¿Por qué vuelve esta tristeza,/ el destino a nuestra mesa,/ el silencio de una partida?/ ¿Por qué vuelve todo al mar?... Hasta que no seamos nadie/ todo es agua que corre/ y, por cada vez que se nos muere/ nace un poco, más allá”.

El risotto quedó riquísimo pero la dimensión cuerpo-piel está desganada asique como poquito, como pajarito; nomás.

Qué hacer en esta tarde gris de otoño, de domingo en encierro; que se nota domingo porque hay más silencio si cabe, más quietud si cabe, más suspenso si cabe.

Ver una película es buen plan. Me acuerdo que en la mañana leí una crónica hermosa de María Moreno -la mejor cronista de este país- donde cita a una película que he visto cuatro veces.

Mi trabajo es analizar films, destripar esa argamasa articulada que se construye sobre un eje narrativo de varios códigos. Tengo que encontrar los actantes, las subtramas, los metadiscursos de ese lenguaje tripartito. Ver una película para mí es un ejercicio de disección.

Claro que no lo hago con todas. Pero “Yo, Daniel Blake”, la película que citó María Moreno -y recomendé esta mañana en mi instagram- es obra artística: merece el destace para encontrar todos los ingredientes que Ken Loach unió en su cocción formidable. Como con el risotto, pero al revés: él lo cocina y yo lo rebobino al instante en que cada pieza espera a ser integrada en el wok.

Vi esa película cuatro veces. Decidí que esta tarde de domingo es oportuna para disfrutarla una quinta, sin el intelecto en plan quirúrgico.

Sé cómo convertirme en espectadora, dejar que los sentidos me anulen la razón, que me invadan. Cuando una película es obra artística no pierde su efecto sensorial: te atraviesa, te interpela, de desmadeja. Siempre. Y “Yo, Daniel Blake” es un cuchillazo directo al estómago primero y un puño apretado en el pecho después. Siempre.

Mientras busco en la tv la aplicación de Netflix lo escucho a Darío Z. que dice: “esta cuarentena es la oportunidad de repensar que ya vivíamos en cuarentena: ¿cómo era nuestra vida antes?, ¿estaba feliz con lo que hacía?, ¿los afectos bien?, ¿las decisiones correctas? Este tiempo tiene que servirnos para mirar hacia adentro”.

Ya casi frase hecha: lo dicen todos, en todos los canales, en todas las sintonías. Y, aunque no lo dijesen: lo estamos haciendo.

Play en Netflix. Play en “Yo, Daniel Blake”.

Ken Loach ganó el premio mayor de Cannes con esta película en 2016. Ken Loach es británico y habla de ese mundo que conoce. Daniel vive en Londres de 2016. Daniel vive en un mundo que acaba de desmoronarse. Daniel no llegó a ver cómo.

El tipo es casi un jubilado que está recuperándose de un infarto masivo. Molly, su mujer, se murió y lo dejó a tientas. Como no puede seguir trabajando -es carpintero- emprende un recorrido sin fin por las oficinas de subsidios de desempleo -nuestra Anses-.

Vive en una barriada obrera que está lejos de Tower Bridge, un Londres de aquel 2016 que los turistas jamás conocieron.

Tiene un vecino negro que se las ingenia vendiendo nikes truchas y una vecina con dos críos que busca chamba como empleada de limpieza o lo que venga; pero no hay.

Daniel está sin trabajo y su vida se reparte entre ir desprendiéndose de Molly y sus bártulos para poder comer -desgarro del corazón sobre el corazón ya herido- y llenar formularios, C.V. y peticiones con preguntas que no van a ninguna parte.

Esa ocupación que lo saca de su barrio y lo instala en el centro chic, lo pone en evidencia.

En el transitar esas calles y poner cruces en esos papeles Daniel Blake se va en girones corriendo hacia la promesa del bienestar: una audiencia para tratar su caso. El gobierno de aquel país rico y poderoso, de autos excéntricos e historia ilustre en el que vive le dará unas libras con las que subsistir hasta que el corazón se sane y vuelva a tomar su escofina de orfebre en la fábrica de muebles.

“No entiendo. ¿A qué trabajo se ha presentado?”, le pregunta la oficinista que lo atiende en la visita número mil que Daniel hace a su escritorio. “Todo es una farsa, ¿verdad? -le responde él, que es obrero pero no tonto y aunque no leyó a Kafka lo siente en las suelas finitas de sus zapatos trajinados-. Usted se sienta ahí, con su amistosa etiqueta en el pecho, “Ann”, frente a un hombre enfermo que busca trabajos que no existen, que de todas formas no puede tomar. Perdiendo mi tiempo, el de los empleadores, el suyo. Y lo único que logra es humillarme, agobiarme. ¿O ese es el objetivo? ¿Quitar mi nombre de esas computadoras”.

Va promediando el final de la película y mi hijo baja alarmado: “estás bien, ¿mamá?”. Escucha mi llanto con mocos y todo, una lloradera ruidosa, desesperada, frustrada como la de Blake.

Los nombres no se quitan, pienso mientras lloro.

“Sí… estoy viendo una película que… una película que… me emociona”. Vuelve Darío Z a mi mente, vuelve María Moreno a mi mente: “cómo era nuestra vida antes, estaba feliz con lo que hacía, los afectos ¿bien?”.

Daniel se cansa, se gasta, se esfuma entre audiencias fallidas y promesas de un bienestar que, se sabe, en aquel mundo era solo para pocos: los de los autos excéntricos.

Blake deja una carta. Loach un mensaje: “Yo no soy un cliente o un usuario de servicios. No soy un vago, ni un mendigo, ni un ladrón. No soy un número de seguridad nacional, ni un destello en una pantalla. He pagado mis deudas, sin que faltara un penique; y con orgullo. No me doblego ante nadie sino que miro a mi vecino a los ojos y lo ayudo si puedo. No acepto ni busco caridad. Mi nombre es Daniel Blake. Soy un hombre, no un perro. Y como tal exijo mis derechos. Exijo que me traten con respeto. Yo, Daniel Blake, soy un ciudadano. Ni más, ni menos que eso”.

Ya mi llanto es gemido triste que repasa las miles de frases que hemos escuchado en el mundo donde vivió Blake-obrero-pobre: “trabajan por un plan, cuidado con los negros, estos vagos que no quieren laburar, yo pago mis impuestos, yo me hice solo, a mí nadie me ayudó y mirá dónde llegué”.

El mundo de la pandemia pone en primer plano las minucias: a los Daniel Blake de este planeta. Cuidado con estos Daniel Blake, que no tienen ni cómo hacer una cuarentena decente.

Ahora soy gemido triste que repasa el mapa del virus avanzando en rojo por el planeta: el Londres/New York/Milán de Daniel Blake exuda bichos por todos lados. Los hospitales de Daniel Blake eligen quién vivirá y quién no. Los líderes de Daniel Blake, que se mofaron del virus, tienen la garganta atravesada por un respirador para sobrevivir. Caen miles de Daniel Blake en las fosas, sin nombre propio.

Tiene razón Darío Z.: Blake ya vivía en cuarentena, yo vivía en cuarentena, todos vivíamos en cuarentena sin saberlo.

Me seco las lágrimas, me pongo frente a la computadora y escribo esta crónica. Yo soy Daniel Blake, una que espera encerrada a que el virus no la atrape. Entre tanto, llena formularios, cumple jornadas, cuenta los pesos, repasa los sentires intactos -no en vano una película me hace llorar por quinta vez-.

Mientras escribo, canta Mísia: “¿De qué hablan la madrugada,/el murmullo de las aceras,/los silencios de licor...?/ ¿De qué habla la nostalgia/ De una estrella esquiva...?/ ¡Hablan de nosotros, amor mío!/…Hasta que no seamos nadie/ todo es agua que corre/ y, por cada vez que se nos muere/ nace un poco, más allá ”.

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