Crónicas urbanas sobre el coronavirus: hoy, tormenta adentro y afuera

Nuestra periodista cuenta su experiencia de transitar la única salida de su día en medio de la lluvia que acompañó a Mendoza.

Crónicas urbanas sobre el coronavirus: hoy, tormenta adentro y afuera
Crónicas urbanas sobre el coronavirus: hoy, tormenta adentro y afuera

25 de marzo. Tormenta, 6 días de autoaislamiento

Llueve. Lo primero que pienso es: "al fin, después de tanto calor, el fresquito".

Error de cálculo.

Mendoza es la tierra del sol, y esa frase no es un significante vacío sino una constatación en el cuerpo, en el humor y hasta en el semblante. Los mendocinos somos la tierra del sol, nosotros, desde la punta de los dedos hasta las células.

Entonces, llueve. Y esta tormenta me asalta en el encierro.

El cielo se puso oscuro, muy oscuro, durante el día; hasta hizo falta la luz artificial para sentir alguna calidez en el ambiente.

El ánimo que el sol sostiene, como una cunita de rayos para esa pulsión elemental que nos late adentro, se va cayendo. Se va desgranando junto con las gotas que rezuma el cielo. Nos volvemos un charco sin forma, ni olas, ni viento. Nos volvemos un charco quieto.

Llueve, y en Mendoza eso es sinónimo de preocupación meteorológica.

No usamos paraguas, no sabemos del moho de la humedad pegado entre los muros, no tenemos en nuestra genética cultural la sabiduría para campear esas aguas.

Nos reconocemos en otras, las que bajan frías y duras de los glaciares de la montaña, las que cuartean la piel de tan heladas, las que traen entre las rocas el olor de la jarilla mojada. Qué podemos saber entonces de esta agua llovida, gratuita, silenciosa.

Miro por la ventana la calle de mi cuadra vacía, que se moja muda, lavando apenas las hojas de los árboles y los autos muertos. Es la hora de salir a por las provisiones del día.

Pienso en Orwell, pienso en los ejércitos silenciosos de "1984" que arrastran los pies sobre el barro en busca de algo de comida.

Es claro que la índole mendocina que me habita pasa factura, mientras la lluvia lava mis ganas hasta dejarme inerme. No hay sol en la tierra del sol.

Me reconozco cuyana y digo: "salgo rápido, voy al supermercado con un buzo fino y en el auto, para no mojarme".

Error de cálculo.

Esta lluvia que campear no es como otras en las que no hace falta el paraguas o un impermeable en las calles de nuestra provincia.

Esta lluvia pide otras cosas que desconozco, como al virus que nos rodea. Pero yo salgo así, cuyana hasta la médula.

Si tengo un paraguas, está arrumbado en algún placard, tan profundo, que ni me acuerdo de su existencia. Entonces voy, a lo mendocino, para hacer esta compra rara que requiere de colas, de distancias y de paciencia.

El auto no sirvió como protección para las gotas; que son grandes, muchas y caen en manada. Es que todos acá en el barrio pensamos igual, es pura genética: no paraguas, no piloto, vamos en auto. Y la calle donde está el mercado, a solo cuatro cuadras de mi casa, está atestada de vehículos. Tengo que dejarlo muy lejos.

Corro bajo la lluvia, empapándome, claro. El bucito liviano es ahora un trapo que escurre gotas por todos lados. Llego a la fila con distancia para esperar el ingreso al mercado. No hay techo, casi. Es que en Mendoza los lugares de reparo tampoco son necesarios. Hoy sí, hoy todo es distinto; sin embargo...

Me paro, temblando de frío, mojada hasta la médula; como los otros. Y miro por las vidrieras del supermercado a los que están adentro, arropados y seguros -¿seguros?-. Un fallido: el virus me inocula un fallido, no hay que descuidarse.

Quiero golpear el vidrio, gritar: "déjenme entrar, no puedo más". Me aguanto. Y el humor que antes era ausencia de ganas, ahora es un torrente bullicioso de palabras que tengo que reprimir..., porque: no debo.

Cuatro personas delante de mi turno. Todos tiritando, cabizbajos y a distancia.

El hombre que está detrás de mí se me acerca más de lo permitido. Comprendo: quiere arroparse, juntarse a otro cuerpo para mitigar el frío. Giro y le impongo una mirada láser-lacerante: "guardá la distancia", le digo, seca. Me mira tristón y se corre. "Es guapo", pienso; y sigo: "si no fuese por esta circunstancia que me tiene descolocada, habría sido una buena ocasión para probar la seducción a gusto". Pero ahora no. Ahora estoy con Orwell y sus distopías, que me soplan en la oreja y en el ánimo.

El guardia del supermercado, cada vez que abre la puerta, nos pide perdón; "como si eso sirviera", pienso agria. Estoy insoportable: lo sé. Pero el sol hoy no me habita.

Cuando llego a la casa, temblando, dejo los zapatos en la puerta -como es procedimiento habitual desde hace seis días-; "pa, si están tan mojados que el virus se lavó solo", me río cínica.

Me saco el buzo, el pantalón. Todo en un acto, y antes de abrigarme, corro al baño a lavarme las manos. Veinte segundos, los cuento mientras me muero de frío. Palmas, contrapalmas, entre los dedos, dedos gordos, en el cuenco de una mano, en el cuenco de la otra...

Me pongo un vino para templar y agarro la máquina. Está por arrancar el tiempo del teletrabajo. Supongo que hacer lo que me gusta me quitará de encima la lluvia que antes me lavó el ánimo.

Error de cálculo.

Llueve. Y en Mendoza, cuando llueve, internet funciona a medias. Más ahora, que todos están aquí, pasando memes, pasando fotos, tratando de socializar con nadie (sí: estoy fatal).

Ratos y ratos, intentando. Va, viene. Que la conexión, que la no conexión, que hay que cerrar la página, que el programa se clava, que estoy hace horas pegada a esta máquina tan mendocina como mi sol interno; por eso se empaca.

Escupo todas las palabras que me guardé en la cola del supermercado: todas juntas, en tropel, desbocadas. La catarsis solo sirve como lupa para agigantar la lluvia que cae.

***

La noche llegó sin que me diera cuenta. Es que el sol nunca estuvo para marcar la diferencia -porque para un mendocino, que el cielo marque el día no es que haya sol: no es lo mismo-.

Cierro la última página del diario. Me zampo el trago de vino que había olvidado al costado del mate, de las galletitas para bajar la ansiedad, de los puchos que se juntan de a montones en el cenicero. "Fumo, y este virus ataca la respiración, tengo que dejar fumar", me dije en algún momento de la tarde entre la retahíla de palabras a borbotones. Prendo uno, uno más.

Llueve, y aunque refrescó, esta agua no trajo nada bueno. Hoy fue un día de tormenta en la fila a distancia, en mi tarjeta de débito que se achica irremediablemente, en las letras sin sentido que tecleé durante todo el día

Hoy se me fue el sol y quedarse a oscuras, en el encierro, es un plan que convoca tempestades.

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