Crónicas urbanas sobre el coronavirus: de romántico nada, ni la lluvia de estrellas

Nuestra periodista asocia el fuertísimo temblor que sintió a la medianoche con la lluvia de Líridas que habrá esta madrugada.

Crónicas urbanas sobre el coronavirus: de romántico nada, ni la lluvia de estrellas
Crónicas urbanas sobre el coronavirus: de romántico nada, ni la lluvia de estrellas

Mendoza, 21 de abril. Día 33 de aislamiento D.V.

Otra vez, como muchos en esta pandemia, mi día no empezó en la mañana sino a la medianoche.

Las sensaciones se acumulan, las vivencias se vuelven acontecimientos extraordinarios y memorables. Todo se magnifica. El amanecer se confunde con la noche cerrada.

Empezó con el aire detenido, ese momento previo e inasible hasta para explicarlo que anuncia la debacle.

Yo estaba entretenida en un videochat y por eso no percibí el detalle.

Es un error.

No atender a los pequeños gestos, a las variaciones imperceptibles. No observar detenidamente lo nimio es un error. El virus es microscópico, sus consecuencias también; pero se magnifican apenas desatadas.

Anoche estaba riéndome y charlando despreocupada en la cama frente a la pantalla del telefonito. Por eso el estrépito fue mayor.

Fue un salto de abajo hacia arriba. Un sacudón poderoso, único y contundente. Tan fuerte y decidido que me hizo soltar el celular al mismo tiempo que lancé el grito. Me dejó tiritando después del cimbronazo. Me movió literalmente el corazón. Así de fuerte. Un temblor.

Lo más aterrador fue el ruido. Un rugido pavoroso que provenía del fondo de la tierra y cortaba el silencio profundo de la noche, en este barrio que parece deshabitado en plena pandemia.

Es natural que tiemble en Mendoza. Esta semana hubo otros movimientos también. Fueron al mediodía. Me enteré después por las noticias. Yo estaba en la cola de la compra cuando sucedió. Quizás sea la sensación de catástrofe que me envuelve cada vez que salgo a la calle. Quizás sea que la postal del virus entre nosotros es más fuerte que cualquier remezón. Lo cierto es que no sentí ese sacudón.

El de anoche, en cambio, me tomó por sorpresa. Cuando yo estaba relajada en mi nuevo mundo, suelta de temores, en compañía de otros aun a la distancia.

Que la tierra tiemble durante el aislamiento no se percibe igual que antes de él.

No hay dónde huir si la cosa se pone brava. No están los barbijos a mano para la emergencia. No hay certeza de que haya encuentro con otros, ni abrazos que reciban el miedo, ni cuerpos que contengan. La casa se vuelve frágil, la viga insuficiente para contener los cimientos sobre la cabeza. No hay a quién recurrir. Estamos solos.

Ese terror atávico me tuvo sentada al borde de la cama, mirando la lámpara de mi habitación como si fuera un sismógrafo capaz de anunciar lo inevitable.

Me quedé así, junto a mi hijo que vino corriendo para compartir el pánico, más de cinco minutos. Esperábamos las réplicas mientras escudriñamos en el aire, en la ausencia de sonido, para lograr lo imposible: anticiparnos.

En esos minutos como años de estatismo empezamos a sentir la vida de otros a nuestro alrededor. A través de los muros pasos agitados, pies subiendo y bajando escaleras, murmullos de alarma en las voces lejanas. Los vecinos vivos, aterrados y encerrados como nosotros. Nadie atinó a correr a la calle. Nadie. Fue un temblor vivido para adentro, desesperadamente. Solitario.

Para alejar de mí la sensación de peligro que se sumó a la ya instalada durante este mes insólito, retomé la conversación por el chat. ¡Como si fuera posible! Difícil el disimulo, el intento de volver a la “normalidad” se prolongó por más de una hora.

Todo se magnifica con la pandemia a partir de lo más mínimo.

A ese episodio le siguió el sueño y después más reuniones de chat en la mañana con mi socia. Más planes de reconversión para adaptarnos a lo que ni sabemos que sucederá.

Concentradas en la acción. Así. La acción breve, concisa. Una sola. Con que una llegue a concretarse habilita la posibilidad de pensar otras futuras e inciertas.

Todas esas conversaciones las terminamos igual: “veremos”. No nos damos ni cuenta de lo que esa palabra encierra de provisorio e inasible. La decimos, la actuamos, la creemos.

Pero también nos dimos tiempo con la amiga para los asuntos emocionales que están a flor de piel en estos días. Hablamos de fantasmas, de sombras, de reconversiones, de resignificaciones, de miserabilidades completamente evidentes que antes del virus no se percibían.

Un rato previo a la charla con mi socia yo había tenido mi segunda sesión de terapia en el encierro. Rarísima situación cada vez pero útil igualmente. Cualquier palabra, cualquier reflexión que llegue a ordenar el caos se convierte en suceso iluminado.

Mi terapeuta me había frenado en seco cuando expresé en dos o tres palabras cómo me sentía de cambiada en este período de encierro.

Esta debacle global nos ha modificado a todos. “Muy existencialista”, me cortó. Y devolvió con un par de frases que fueron otro eureka de estos que vengo coleccionando de a miles, de tan pequeños.

Un corpus entero de minucias han cambiado lo que soy. No es el virus sino yo misma la que moví los ejes; aunque sí: fue el virus.

Cuando corté con la psicóloga pensé: “estamos solos con nuestros fantasmas. El poder que otros tenían sobre lo que éramos se ha esfumado. Ahora somos lo que somos. Los otros son lo que son. Nada que esperar. Es lo que es, no hay más”.

La referencia se me hizo máxima para cada cosa que visualicé este día: las relaciones con otros, con mi trabajo, con el entorno. Es lo que hay. No hay más. Todo al desnudo, todo evidente. Todo crudeza y en carne viva.

A la tarde me topé con un artículo en el diario de un filósofo muy renombrado en estos tiempos, Slavoj Žižek.

Fue después de más reuniones en chat. Demasiada charla todo el día para esta época de ensimismamiento. Sobredosis.

Cerré todo y me quedé sola para leer. Ese texto decía:

“Esta realidad no seguirá ninguno de los guiones de películas ya imaginados, pero necesitamos desesperadamente nuevos guiones... un sentido realista y al mismo tiempo no catastrófico de dónde deberíamos ir. Necesitamos un horizonte de esperanza, necesitamos un nuevo Hollywood pospandémico”.

Hoy habrá una lluvia de estrellas, de meteoritos: las Líridas. Me enteré. Hoy habrá quizás más temblores en medio de la noche aunque no se sientan.

Me ilusioné pensando que iba a poder ver ese fenómeno natural lejano, para nada igual de peligroso que un terremoto justo bajo mis pies. Ver la naturaleza a distancia, sin que nos arrase. “En medio de este virus creer eso es absurdo”, me dije.

Igual pensé en armar el plan. Programar a qué hora sería, buscar cómo encontrar esas estrellas atravesando el cielo.

Una amiga astrónoma, para nada romántica en estos asuntos, compartió un wasap: “para los que quieran probar si pueden ver las Líridas… que veo que es tema de los diarios. Les comento que la estrella más brillante de Lira es Vega y está saliendo en el NE a las 2:30 de la madrugada. El punto en el cielo de donde parecen provenir los meteoros sale una hora antes; es decir está más lejos de horizonte… Por eso no tienen una referencia. Será difícil de ubicar. Nadie puede estar seguro de que se verán muchos objetos”.

Fin del plan. Mi astrónoma amiga no hizo más que reafirmarme que ese nuevo horizonte de esperanza se va a hacer esperar. Por ahora es lo que es, no hay más. Nada que esperar.

El virus conspira contra la idea del romanticismo y la lluvia de estrellas tan de película.

El virus es todo al desnudo, todo evidente, todo crudeza y en carne viva. El virus llega y se muestra sin disimulo.

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