Crónicas urbanas sobre el coronavirus: ayuda a una repatriada desde el encierro

Nuestra periodista cuenta la experiencia de cómo fue colaborar, sin salir de casa, para que una mendocina volviese de Madrid.

Crónicas urbanas sobre el coronavirus: ayuda a una repatriada desde el encierro
Crónicas urbanas sobre el coronavirus: ayuda a una repatriada desde el encierro

23 de Marzo, Mendoza-Madrid. 13.30

El lunes 16 abrí un mensaje de una desconocida. Muchos son los que me llegan cada día. Es parte del oficio convertirse en la fantasía del otro, esa en la que los periodistas somos una especie de oráculo que todo lo sabe.

Abro el directo de Twitter en un acto mecánico, con ese fastidio que me atraviesa cuando siento que alguien quiere convertirme en eso que no soy.

Pero este mensaje no tiene esa índole. Es un grito dentro de una botella que alguien lanzó al mar virtual: un pedido de auxilio, una esperanza de que suceda el milagro.

Leo la súplica desesperada, que hierve: “Hola Patricia. Soy Patricia B... G... integro un grupo de argentinos varados en Madrid... me permitía pueda comunicarme contigo en forma privada???”.

No la conozco pero ¿qué importa? Le digo que sí, que aquí estoy; desde mi isla mendocina. Y ella, tan rápido como lo permite la ocasión, pasa a mi wasap y me escribe desde su isla madrileña, sin red: “Hola!!! Intentando mantener la calma. No tenemos noticias aún de los vuelos de repatriación. Ya completamos los formularios que nos enviaron desde cancillería...pero aún no contamos con noticias. Aquí hay gente sin alojamientos ni dinero... por favor!!!!”.

Me angustio, me desespero. No la vi nunca, no. Pero el virus te vuelve cuerpo desconocido al instante, y siento su desesperación, su incertidumbre: estoy lejos, estoy huérfana, abandonada de todo, flotando en el infinito de lo desconocido.

Ella es Patricia, yo soy Patricia. Nunca nos vimos, no sabemos nada la una de la otra pero ahora, contagiadas de miedo, somos la misma.

Yo, la Patricia que está rodeada de amor y cuidado, en su tierra y su centro, activa lo que tiene a mano para que la otra parte de mí (la huérfana, la aterrorizada), vuelva: a nosotros, a la misma geografía que nos atraviesa.

Mientras, las noticias cuentan que nuestros aviones viajan a buscarlos... a buscarme. Le digo, me digo: “tranquila, ahí vamos, ahí va la mano de esta patria que hoy nos está cuidando”. Ella respira hondo, acepta, sabe que la paciencia es el arma para librar esta guerra.

Nueve días. Parecen eternidad en el encierro en el que la rutina es ir de la cocina al living y de ahí a la cama; ida y vuelta, al patio, al balcón, al living, a la cocina, al baño, a la cama...

Nueve días. Parecen eternidad en el encierro en el que la rutina es ir del hotel al mostrador del aeropuerto, al bar donde la tarjeta pasa de milagro por un sándwich, al mostrador del aeropuerto, al banco con los bolsos, al rincón donde improvisamos la cama, al baño del aeropuerto, al mostrador, al bar, al rincón...

Nueve días: en nueve días cabe la vida para ella y para mí. Somos una, partida en dos, en la aceptación de la espera.

Hoy, 23 de marzo, la Patricia que quedó del otro lado de la isla me manda un video. Es un aeropuerto, como cualquier otro que antes vi. Está vacío. Solo una fila a distancia de cuerpos de pie, esperando. Y aplausos, muchos, eufóricos. Solo suena eso: aplausos.

Le escribo desde el living: “¿qué es eso? ¿A quién aplauden?”. La Patricia que quedó allá responde: “a la tripulación, volvemos esta tarde”.

Siento que una parte de mi cuerpo vuelve a habitarme. Estoy completa. Vuelve, vuelvo. Sonrío con los ojos mojados. Hago click al control remoto y me tiro al sillón a seguir maratoneando en paz, estoy viendo “Freud”.

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