La izquierda y su repetido ritual

Está claro que es importante adoptar una posición intelectual firme ante este perverso chantaje al que los movimientos de izquierda y los partidos políticos que los apoyan someten al país, amenazando con romper todo cada vez que se intenta avanzar por caminos que consideran contrarios a sus ideas.

Marcha de agrupaciones sociales a plaza de mayo Argentina. Eduardo Belliboni
Foto Federico Lopez Claro
Marcha de agrupaciones sociales a plaza de mayo Argentina. Eduardo Belliboni Foto Federico Lopez Claro

Mientras en la Cámara de Diputados se discutía la ley ómnibus, en la plaza las así llamadas “organizaciones sociales”, la mayoría de ellas simple máscara de agrupaciones políticas de izquierda, se dedicaban a lo que mejor saben hacer: repetir el eterno ritual de una protesta social que se pretende revolucionaria, pero que, lejos de llegar al objetivo de transformar violentamente el orden social, se queda en una estéril demostración de fuerza que siembra su camino de desmanes y destrozos.

Para analizar, aunque sea someramente, estas actitudes de la izquierda, hay que partir de un principio muy sencillo: la democracia es el único sistema político que, por sustentarse en el principio igualitario, que implica la aceptación de todas las expresiones políticas, tolera en su interior incluso aquellas que son claramente antisistema, como las de la izquierda más radicalizada. Pero también las de la izquierda más domesticada, que cada tanto cae en estos arrebatos de violencia que son una suerte de recreación ritualizada, y devaluada, de un acto revolucionario frustrado. Esto quiere decir que el sistema democrático está obligado, por así decirlo, a reconocer la presencia de grupos que proponen la destrucción del sistema, o que, aunque no tengan ese objetivo entre sus líneas programáticas, actúan como si así lo sostuvieran. El problema entonces es cómo enfrentar, desde el Estado de derecho, este tipo de protestas y manifestaciones.

En este punto podemos ver que los partidos de izquierda exponen sin ningún tipo de pudor una contradicción: aquellos que aceptan las reglas de la representación política republicana y democrática al mismo tiempo niegan ese principio, ejerciendo una presión violenta en la calle que implica desconocer las reglas del juego democrático. Ya la campaña del FIT lo decía claramente: con la izquierda, en la calle y en el Congreso. Es una u otra, las dos al mismo tiempo no se pueden. O aceptamos las reglas democráticas que indican que el nivel de representación de un partido político está determinado por el porcentaje de votos que ha recibido, o salimos del sistema y planteamos que al poder solamente se accede por medio de la violencia revolucionaria. O aceptamos debatir las leyes, con el resultado que sea, o tomamos por asalto el Congreso y suspendemos su funcionamiento regular. O, como pareciera ser en muchos de estos casos, nos sometemos a las reglas democráticas porque no nos da el cuero para hacer la revolución, pero, si se pudiera, ya estaríamos tomando las armas.

Convengamos que éste no es un fenómeno exclusivamente local. En los últimos tiempos la protesta de la izquierda anticapitalista se ha hecho más violenta y radical, llegando incluso a expresiones de pura anarquía. El ejemplo trasandino está a la mano como prueba evidente del nivel de violencia sin sentido que la protesta puede alcanzar. Al mismo tiempo, partidos de izquierda democráticos han llegado al poder en muchos países mediante elecciones libres y limpias, y han gobernado sin mayores sobresaltos.

En la Argentina la izquierda ha mostrado, alternativa o simultáneamente, las dos caras. Desde fines del siglo XIX y comienzos del XX, los partidos socialistas, inicialmente más liberales reformistas que otra cosa, convivieron con las manifestaciones del sindicalismo y del anarquismo más violento. Con la irrupción del peronismo, el movimiento sindical fue integrado al Estado y al partido, acallando las manifestaciones más violentas, mientras los partidos de izquierda integraban el amplio abanico de la oposición.

Todo comenzó a cambiar hacia los años 60. Al calor del ejemplo de China, Cuba o Vietnam, surgió, junto a los partidos socialistas insertados en el sistema, una izquierda claramente revolucionaria que propuso la conquista violenta del poder para la instauración del socialismo. Hay un análisis que incide en la coyuntura de entonces, pero que esconde una trampa. Se justificaba la violencia de la izquierda en el marco de la lucha popular contra las dictaduras surgidas luego de 1955, cuando en el fondo, se consideraba que tanto éstas como el orden democrático constitucional eran dos expresiones distintas de un mismo sistema capitalista que debía ser destruido por la fuerza. Es el caso del ERP, que desde sus inicios a comienzos de los años 70 declaró la guerra revolucionaria contra el capitalismo; pero también de Montoneros, que si bien en un comienzo se consideró a sí mismo la vanguardia de la lucha para el retorno de Perón, y luego buscó integrarse en la democracia popular anticapitalista de Cámpora, fue lentamente derivando hacia posturas de izquierda más radicales, agravada esa deriva por la represión del gobierno de Perón y luego de Isabel, para terminar admitiendo que el objetivo era la conquista del poder. Sin duda, la palabra clave para la izquierda de los 60 y 70 era revolución.

Ya sabemos cómo terminó la historia, con el baño de sangre de los 70 y los crímenes del gobierno militar de 1976. Lo interesante es que luego de la dictadura se dio una paradoja: los integrantes de las organizaciones político-militares, que habían declarado la guerra pocos años antes al orden jurídico-político liberal burgués, de pronto, en democracia, corrieron cínicamente a acogerse bajo el manto de ese mismo orden que antes habían combatido, amparándose en el Estado de derecho y la doctrina de los derechos humanos para reivindicar su accionar antisistema y exigir sus reparaciones. Por supuesto, sin hacer ninguna clase de autocrítica, salvo honrosas excepciones.

La izquierda se adueñó, legitimada por un relato que la ponía en la posición de víctima, del ámbito de la cultura y la educación, pero, sorprendentemente, no logró conformar una genuina expresión política exitosa. Sólo encontró una vía dentro de los grandes partidos mayoritarios, especialmente del peronismo. Recién con la conformación del FIT en 2011 y con el vuelco izquierdista del kirchnerismo, pudo adquirir cuotas de poder político y representación hasta entonces impensados. Pero, en sus expresiones más puras, nunca pasaron de porcentajes electorales bastante magros.

Esta contradicción entre las aspiraciones y el poder político real, hace más patético e irritante el espectáculo de las organizaciones sociales y políticas, claramente minoritarias, tratando de copar la calle -como si eso todavía tuviera alguna significación o valor político-, repitiendo consignas que por lo remanidas y vetustas ya han perdido todo auténtico peso y sólo provocan, en el mejor de los casos, una sonrisa (“unidad de los trabajadores, y al que no le gusta, se jode, se jode”). E insistiendo en el ritual de provocar a las fuerzas de seguridad para luego, ante el más mínimo acto que pueda ser interpretado como violencia, adoptar la pose de víctimas y clamar por la protección de sus derechos. Recurriendo, incluso, a viejas artimañas, como acusar de infiltrados de la policía a todos los que desde su lado realizan algún acto de violencia (tirar piedras o quemar contenedores de basura), o llenar las marchas de supuestos comunicadores sociales para luego, cuando alguno es detenido, acusar a las fuerzas de seguridad de no respetar la libertad de prensa. La foto en la que una decena de periodistas cubren la detención de un manifestante por parte de un pequeño grupo de policías es una buena muestra de cómo todo sentido de proporción y verdad se pierde en este tipo de manifestaciones.

Lógicamente, la situación en la plaza generó las ya habituales, y patéticas, expresiones de solidaridad de los diputados de izquierda, a los que se sumaron los kirchneristas, con “las víctimas de la represión en la plaza”, incluso llegando a abandonar el recinto para acompañar a los “luchadores populares”. Después de haber fracasado en el intento de forzar un cuarto intermedio, con el exclusivo objetivo de hacer caer la sesión. Todo esto revela la hipocresía y el cinismo de acusar a Milei de constituir un serio peligro para la democracia, para simultáneamente ponerle fecha de expiración a su gobierno, o alentar directamente, no ya a voltear la ley ómnibus, sino a derrocar al gobierno. Al menos el primer objetivo lo lograron, aunque no fue por su acción opositora sino por esos juegos de mentiras y traiciones a los que la política ya nos tiene tan mal acostumbrados. Esa fue justamente una de las razones del éxito electoral de Milei: demostrar que, frente a cualquier propuesta de cambio, hay sectores que se aferran a sus privilegios e intereses, y bloquean todo intento de reforma. Acá no se puede tocar nada, afirman.

Volvamos al principio. Está claro que es importante adoptar una posición intelectual firme ante este perverso chantaje al que los movimientos de izquierda y los partidos políticos que los apoyan someten al país, amenazando con romper todo cada vez que se intenta avanzar por caminos que consideran contrarios a sus ideas. Está claro que estas acciones cada vez cuentan con menos consenso por parte de una sociedad que está agotada de ser víctima de grupos claramente minoritarios. Pero también hay que actuar con otros medios. El problema es la manera en que el Estado se enfrenta a estas manifestaciones violentas y contestatarias. Se ha criticado el nuevo protocolo anti-piquete, pero sin embargo hasta ahora parece ser un buen instrumento para resolver el problema sin caer en los excesos de una acción represiva que siempre hace recrudecer la protesta, o en una peligrosa pasividad, como las escenas de diciembre de 2017 nos mostraron hasta el hartazgo. No se puede dejar de reconocer y garantizar el derecho de movilización y de protesta, pero hay que hacerlo asegurando a la vez que no se vean afectados los derechos de los demás ciudadanos a seguir haciendo su vida normal. Además, resulta oportuno y justo que se haga pagar el costo de los destrozos a sus autores y las organizaciones a las que pertenecen. El ejercicio por parte del Estado del monopolio de la violencia legítima, en los márgenes que fija el orden jurídico, parece ser el único medio idóneo para enfrentarse a un ritual de la izquierda que más se parece a un circo que a otra cosa, pero que no deja de ser peligroso.

* El autor es profesor universitario de Historia de las Ideas Políticas.

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