La concesión menos esperada de Alberto Fernández

El Presidente ha sido abandonado por los propios en las ruinas de sus promesas de campaña. Ante el fracaso de la gestión, Cristina ha retomado las riendas completas.

El presidente, Alberto Fernández y la vicepresidenta, Cristina Fernández de Kirchner.
El presidente, Alberto Fernández y la vicepresidenta, Cristina Fernández de Kirchner.

Alberto Fernández adscribió en sólo tres semanas a aquello que parecía más distante entre su ideario y el de Cristina Kirchner.

Ya había abandonado sus matices políticos de aspiración socialdemócrata para adherir al populismo rancio de su vice. Y había claudicado en sus más inflamadas controversias morales. Faltaba una concesión inesperada. La adhesión a un método de conducción que en su momento hizo fracasar la gestión de Cristina: confundir la inestabilidad con el cambio.

Como jefe de Gabinete, Fernández siempre sostuvo que la regla elemental de cualquier gobierno es mantenerse alejado de cualquier licuación indefinida de su capital político. Fue con ese criterio que le imploró en su momento al entonces presidente brasileño Lula Da Silva que intercediera entre Néstor y Cristina Kirchner para que desistieran de la idea de abandonar el gobierno y dejarlo en manos de Julio Cobos tras la madrugada interminable de su voto no negativo.

Más que un cambio era una simple demolición. Inconducente y caótica. Distinguir esa diferencia fue el consejo que ofreció el presidente brasileño, reivindicado en estos días.

Ahora, desde que la gestión de la emergencia sanitaria le estalló en manos de Horacio Verbitsky, Alberto Fernández ya desestabilizó dos veces la integración de su gabinete. No en posiciones menores, sino en aquellas que el propio Gobierno define como estratégicas.

La eyección de Ginés González García terminó por desplomar el discurso de una gestión sanitaria aconsejada por expertos y ejercitada con planificación metódica. Por el contrario, la estructura política entendió que todo el costo ya se cargó a la cuenta del ministro echado y se lanzó a defender sin pruritos una vacunación con sesgo partidario, deliberado e intenso. Incluso militando delirios inadmisibles como la quema de libros de la escritora Beatriz Sarlo. Sólo porque tuvo la lucidez de advertirle al plantel gobernante que estaba gestándose a sí mismo una deslegitimación masiva y transversal de su propia credibilidad política.

En términos de Sarlo: su pecado fue señalar a tiempo que con esa “zabiola” tan curtida en respaldar lo indefendible, vastos sectores de la militancia oficialista han perdido -aún antes que la vergüenza- la simple y llana percepción cognitiva de una injusticia.

Como pocas veces, el matrimonio Kicillof y sus veleidades foucaltianas fueron expuestos tal cual son: toda biopolítica es inmunológica. Establece una jerarquía entre los cuerpos inmunes y los potencialmente peligrosos (los “demuni”), excluidos, por voluntad del poder, del acto de protección.

La política de los militantes que enarbolan sus dedos de identidad justicialista al vacunarse es una definición inmunitaria de la comunidad. Implica la decisión de excluir a otros, señalando claramente cuál es la marca identitaria que dirime la exclusión.

“El estado de excepción es la normalización de esta insoportable paradoja”, decía el filósofo italiano Roberto Espósito. Sarlo no alcanzó a lograr ni siquiera que su editor entrevea esa evidencia.

En tanto, el despido hamletiano de la exministra de Justicia, Marcela Losardo, pero sobre todo las vacilaciones del Presidente para decidir (o de nuevo dejar que decidan) el nombre de su reemplazante, le agregó a la crisis la nueva agenda que el propio Alberto Fernández había propuesto en el Congreso Nacional, en un intento apresurado de tapar con la reforma judicial el escándalo autoinfligido de las vacunaciones de privilegio.

El antiguo Alberto Fernández aconsejaba evitarlo; el nuevo Alberto Fernández lo hizo: al despedir a Losardo eligió la simple inestabilidad por su apariencia de cambio. Otra enorme licuación política de la investidura presidencial. La peculiaridad de la coyuntura es que quien desgasta al Presidente es su Vice. Consigue así lo mismo que obtendría conspirando por su relevo. Pero ese bloqueo desde abajo, que pareciera alejar cualquier riesgo institucional, no es inocuo. Tiene un efecto político: deja al Gobierno atrincherado en la misma minoría que ya era insuficiente en 2019 para poder gobernar.

Alberto Fernández ha sido abandonado por los propios en las ruinas de sus promesas de campaña. Ante el fracaso de la gestión, Cristina ha retomado las riendas completas. Intuye que si no conduce el desafío electoral, todo será peor. Sergio Massa se alejó a su estilo: desviando en la diagonal. Intenta seducir a Máximo Kirchner con una idea peregrina: el plan M+M 2023. En sus elucubraciones, Massa propone que la primera de esas iniciales le corresponda al que llegue mejor posicionado en las encuestas al próximo desafío presidencial. La Cámpora sonríe.

El tercer ministro clave de la agenda oficial tiene razones para temer las esquirlas detonadas en los vecindarios de Salud y Justicia. Martín Guzmán debe viajar en estos días a presentar el programa económico sustentable que le pide el Fondo Monetario Internacional. La única novedad que lleva es una denuncia penal contra Mauricio Macri y los funcionarios que acordaron con quienes Guzmán intenta acordar ahora. Una versión apenas sofisticada del método “seisluces” que usaba el inefable Guillermo Moreno.

En verdad, carga en la mochila con un par de noticias más ingratas. La aceleración inflacionaria del primer trimestre ya destrozó las previsiones del Presupuesto 2021, donde -según Guzmán- reposaba sustentable todo su plan.

Y una novedad más, propia del contexto político: ¿qué piensa Cristina, ahora que impuso su agenda de gobierno? ¿Si en verdad no quiere acordar con el Fondo, a qué gastar tanto viático en ministros?

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