Alberto, un pobre discípulo de Maquiavelo

Alberto dejó pasar la oportunidad que le ofrecía la fortuna de acrecentar su poder a costa de su detentadora original. Con actitud timorata y pusilánime, nunca decidió si se iba a independizar de Cristina o sí, por el contrario, iba a hacerse fuerte mediante la lealtad obsecuente, que lo podía convertir en el único e indiscutible heredero.

A medida que se acerca el final de la presidencia de Alberto Fernández, queda claro que, adhesiones políticas aparte, ha sido tal vez la peor gestión desde el retorno de la democracia en 1983. Habiendo arribado inesperadamente al poder por decisión de Cristina Fernández, no demostró una clara voluntad de erigirse en dueño de su destino político y así dejar huella por su gestión.

Nicolás Maquiavelo planteaba en “El Príncipe” que en la vida de todo príncipe –hoy diríamos gobernante o político- juegan dos factores: la virtú, conjunto de capacidades personales de las que el político dispone como capital propio, como “armas propias” para la política; y la fortuna o las “armas ajenas”, aquellos factores que no dependen de las capacidades del político pero que necesariamente inciden en su actividad. Es lo imprevisible, lo que escapa a su cálculo; las situaciones que aparecen de manera imprevista y que el político “virtuoso” –en el sentido antes indicado- es capaz de aprovechar. Esto en el marco de una concepción que reduce la política a la adquisición, conservación y ampliación del poder. Resulta útil aplicar estos conceptos de Maquiavelo, aún vigentes a quinientos años de su planteamiento, a una evaluación de la presidencia de Alberto Fernández.

Sabemos que Alberto Fernández llegó a la presidencia exclusivamente mediante la fortuna, y no por sus capacidades políticas. No conquistó el poder, se lo prestaron. Si volvió al poder del que estaba alejado desde 2008, fue por la necesidad de la misma Cristina de contar con un candidato “presentable” que fue ungido como candidato presidencial en mayo de 2019. Queda claro que no accedió al poder con “armas propias”, sino a través de las “armas ajenas”, por delegación de un poder que tenía entonces y sigue teniendo hoy Cristina. De allí su esencial situación de debilidad frente a la real detentadora del poder.

De todos modos, este afortunado acceso a la presidencia no excluía la posibilidad de que, en el ejercicio del mando, Alberto pudiera desplegar sus capacidades, su virtú. En la acción de gobierno se pueden revelar o adquirir cualidades que no necesariamente hacen falta en el proceso de acceso al mando. Lo que en su caso era dudoso porque la experiencia que Fernández tuvo del poder hasta 2019 fue secundaria, subordinada, como ministro y hábil “armador político” al servicio de los reales detentadores del poder, Néstor Kirchner y Cristina. Si la manera en que accedió al poder por acción de la fortuna permite afirmar que hubiera requerido de una gran dosis de virtú para ser exitoso, sus antecedentes permitían dudar.

Hay que reconocer que la fortuna tuvo un rol protagónico en su mandato. Suele repetir, como si le hubiera sucedido a él, que tuvo que atravesar la pandemia, las consecuencias de la guerra en Ucrania, una inédita sequía. También suma la herencia macrista, lo que es discutible como expresión de fortuna; puede ser una herencia no deseada, pero no imprevista. En un principio pareció que estas circunstancias negativas hacían florecer las ocultas dotes de Alberto, si tomamos en cuenta el crecimiento de su imagen pública a comienzos de la pandemia. Pero pronto se traicionó a sí mismo y se dedicó a boicotear la chance que la fortuna ponía ante sí tomando malas decisiones: el intento de estatización de Vicentín, la escandalosa suelta de presos con excusa sanitaria, el conflicto con la policía de la provincia y la quita de coparticipación a Buenos Aires, el papelón de los funerales de Maradona, entre otros. Y lo principal: la extensión excesivamente larga del aislamiento y el silencio ante actitudes autoritarias muy discutibles que se presentaron en ese marco. Tan rápido como concitó el apoyo de gran parte de la población a su gestión, lo perdió.

Alberto sobreactuó la posesión de un poder que en verdad no tenía. Y esas malas decisiones mostraron no sólo que no actuó con virtú, sino que el poco poder que tenía lo perdió. Además dejó pasar la oportunidad que le ofrecía la fortuna de acrecentar su poder a costa de su detentadora original. Con actitud timorata y pusilánime, nunca decidió si se iba a independizar de Cristina o sí, por el contrario, iba a hacerse fuerte mediante la lealtad obsecuente, que lo podía convertir en el único e indiscutible heredero. Nada de eso ocurrió. A los errores de comunicación sumó su incapacidad para resolver los problemas de su gestión, debiendo someterse servilmente a las críticas permanentes de su vicepresidenta. Por eso el “albertismo” tan soñado nunca nació, y además rifó todas sus chances de reelección, debiendo humillarse ante Massa, primero como ministro salvador de la economía, y luego como candidato presidencial.

Sólo un éxito podría apuntarse en el haber de Alberto Fernández. En algún momento afirmó que quería ser el presidente que terminara con el kirchnerismo. Visto el fracaso en las PASO, consecuencia directa del fiasco de su gestión presidencial, hay buenas posibilidades de que cumpla con ese propósito. Pero es poco para atribuirle algo de virtú a un político que debió todo su capital a la acción de la fortuna, y no la supo aprovechar.

¨El autor es Profesor de Historia de las Ideas Políticas.

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