Behring, un santo laico

Quizás su apellido no sea del todo valorado, pero él contribuyó a vencer una enfermedad que aterró a la Humanidad: la difteria.

Bacteriólogo y Premio Nobel.
Bacteriólogo y Premio Nobel.

Quiero dedicar esta nota a un santo. A un santo laico. Quizá su apellido no resulte muy conocido. Era alemán y médico bacteriólogo. La bacteriología estudia tipos determinados de microbios. Y este caballero que moriría en marzo de 1917, hace 106 años, contribuyó a vencer a una terrible enfermedad, que durante siglos aterró a la humanidad: la difteria.

Se llamó Emil Adolf Behring, y su apellido es casi igual que un estrecho que va de la Siberia Rusa hasta Alaska, en nuestro continente. Aunque nuestro hombre de hoy se escribe, con una h en el medio. Este prusiano ejercía como profesor de Higiene en una ciudad alemana. Además, era un gran observador.

En una ocasión, estudiando animales que habían tenido difteria y sobrevivido a ese flagelo, hecho que le llamó la atención porque era siempre mortal, se le ocurrió que, en la sangre de estos animales, quizá se hubiese producido un proceso que los inmunizaría definitivamente contra el terrible microbio causante de esa enfermedad.

El gran descubrimiento

Entonces extrajo suero de la sangre de esos animales ya curados, y lo puso en contacto con las toxinas del microbio asesino. Y comprobó asombrado que este, el microbio, no podía actuar. Perdía su poder destructivo. Se había descubierto el suero antidiftérico.

Behring tenía en ese momento poco más de 40 años. Le llegan juntos, prestigio y bienestar económico. Pero “poder o dinero no cambian al hombre. Sólo lo muestran”. Y su éxito lo mostró humilde, sobrio, mesurado. Y casi sin pausa se puso a combatir a otro azote terrible: el bacilo que producía el tétano, una enfermedad infecciosa y mortal en todos los casos.

En poco tiempo descubre también un suero antitetánico. Otra enfermedad vencida: el tétano. Su fama excede las fronteras de Alemania, su patria. Pero él sigue viviendo en un pueblito de 5.000 habitantes, jugando al billar con sus amigos, cultivando flores en su jardín.

Y llega el nuevo siglo. Y nacen en 1901 los Premios Nobel. Se adjudicarán anualmente. Son recompensas que exceden los 100.000 dólares. Actualmente son mucho mayores, cerca del millón de dólares. Se premia con el Nobel a las figuras más destacadas mundialmente en Literatura, Física, Química, Medicina y a los luchadores por la Paz en el mundo. Unánimemente el primer premio Nobel de Medicina –el de 1901- se otorgará a un científico alemán de 47 años, el hombre al que dedicamos esta columna.

Cuatro años después, en 1905, otro médico alemán, bacteriólogo también, Roberto Koch, logrará el Premio Nobel en Medicina. Había descubierto el bacilo de la tuberculosis. Y en 1908 un tercer Premio Nobel, también en Medicina y para otro alemán. Con un preparado llamado Salvarsan, Pablo Ehrlich consigue vencer a la sífilis, una enfermedad devastadora, cruel y altamente contagiosa. Así fueron alemanes los tres médicos que ganaron el Premio Nobel entre los ocho primeros premiados.

Creo que aquí vendría bien recordar que, si bien Jorge Luis Borges no obtuvo el Premio Nobel de Literatura, sí lo ganaron varios científicos argentinos: el Dr. B. Houssay, el Dr. Luis Leloir, fallecido hace 36 años y más recientemente lo obtuvo el Dr. César Milstein.

El Dr. Emilio Adolfo Behring, fue un hombre al que le dolió el dolor del prójimo. Y si a todos nos doliese el dolor de prójimo, casi no habría dolor. Estuvo dotado de grandeza y por eso pudo “ver” más que la mayoría de sus contemporáneos. Lo que no pudo ver fue su propia grandeza. Y en definitiva luchó por vencer enfermedades que llevaban siglos hiriendo a la humanidad.

Su tesón, su desinterés –porque nada quiso para él– y su talento, trajeron a mi pluma este aforismo publicado en uno de mis libros: “El hombre bueno sufre por lo ajeno. Pero también se alegra por lo ajeno”.

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